Un poco de drama…
Hace tiempo una amiga me comentó un poco molesta, que ya no la frecuentaba como antes, que sentía que ya no la incluíamos en los planes o chismes cotidianos del grupo que ella consideraba “éramos” sus amigas.
En una parte, le dije, después de darle muchas vueltas al asunto, que nuestras dinámicas cotidianas habían cambiado y que ella, hasta cierto punto, había puesto distancia de por medio, o eso entendimos, desde que debutó como mamá.
Sin ánimos de ofenderla ni hacerla sentir mal, le recordé algunas de las ocasiones en las que la invitación estaba hecha y ella simplemente no contestaba para tratar de ponernos de acuerdo para que a todas se nos acomodara el lugar, fecha y hora en la que todas pudiéramos estar. Al final, nos íbamos sin ella y hasta después de varios días aparecía en la ultratumba del Whatsapp prometiendo que en la próxima sí nos veríamos.
Después de dos años cuando nuevamente nos dejó plantadas en el desayuno que ella misma había propuesto porque era el único horario en domingo en que ella podía vernos, la volví a ver a solas.
Me encontré con una amiga totalmente diferente. Lo que antes eran chelas entre charlas jocosas sobre nuestras andanzas amorosas y frustraciones juveniles por no poder comprar unos tacones de 300 pesos, se transformaron en una velada donde aprendí las pruebas de fuego de la maternidad, pañales entrenadores, pezones mordidos por la lactancia, cómo destruir bacterias de un biberón y cómo soportar el berrinche de un niño en un restaurante sin desbordarte en la locura.
Mi amiga defendía sus ausencias hacia nosotras diciendo que por no ser madres no sabíamos todo lo que implicada hacerse cargo de un niño y que ella no sentía el respaldo de sus amigas justamente desde que nació su hijo.
Para no echarle más sal, le dije que quizá desde el otro bando de las que no somos mamás, no sabíamos cómo enfrentar el cambio de vida de una amiga cuando se convertía en mamá, que nadie nos prepara para la ausencias de una amiga que era el pilar de las fiestas hasta la madrugada y era la reina en la competencia de mojitos hasta que el cerebro nos ardía de tanta azúcar.
Las cosas cambiaron. La ausencia de “Afrodita” –como la nombraré aquí a mi amiga- comenzó desde la mitad de su embarazo y aunque nos seguíamos viendo, cada vez teníamos que vernos más temprano por aquello de que la barriga comenzaba a cansarle y sus piernas se le inflaban como globo o de plano nos dejaba plantadas, hasta que finalmente nació su criatura y nos prometíamos ser las tías más locochonas del mundo y le enseñaríamos a su hijo a ser el más chido del barrio.
“Perder a una amiga no es fácil”, le dije a Afrodita, le insistí en que muchas veces no sabíamos cómo incluirla en los planes por el temor de que nos cancelara porque estaba desvelada después de una larga noche con el insomnio de su hijo o porque nadie, sinceramente, quería ir a un desayuno o restaurante con juegos infantiles porque las demás queríamos irnos de parranda nocturna como siempre.
Mientras la ponía al día de los chismes de las demás, Afrodita de vez en cuando me decía que “fulanita” seguía con los mismos problemas de siempre, que lo que le pasaba era porque no maduraba, que a la otra también le iba mal porque ya no estaba para cosas de adolescentes, que los problemas de ella no se comparaban con los de nosotras.
Me pareció un poco injusta la visión de Afrodita hacia nosotras, quizá para ella la madurez había llegado con las responsabilidades de ser madre y le parecía bobo que nosotras siguiéramos llorando a moco tendido por patanes, que derrocháramos nuestros únicos 100 pesos en seguir viajando y que nuestro tiempo libre lo destináramos a nuestras cosas y no en irla a visitar sabiendo que sus horarios cada vez eran más complicados ante sus nuevas responsabilidades.
El panorama maternal que me presentó Afrodita me pareció triste, en ocasiones me platicaba con orgullo de las andanzas de hijo y la revolución que emprendió su cuerpo entre estrías y dificultades para bajar de peso tras el alumbramiento, pero siempre terminaba con un “es que ustedes no me entienden” cuando ella me decía que se sentía sola.
Le volví a insistir en que efectivamente no la entendíamos porque nadie te prepara ni para ser madre ni para sobrellevar una amistad que comienza a fracturarse o distanciarse sin motivo aparente.
Le pregunté que si en algún momento, después del nacimiento de su hijo, ella había procurado preguntarle individualmente a cada una de nosotras, sus amigas, qué es lo que pasaba mientras ella se estrenaba como mamá. Me contestó “ay, qué me van a decir que no sepa de ustedes, nadie se ha casado ni nada”.
Pensé que quizá mi postura era un poco egoísta al hacerle ver a Afrodita que de su parte tampoco había mucho interés por buscarnos, pero platicando con otros amigos y amigas, me di cuenta que existe un sentimiento mutuo y silencioso: nos cuesta trabajo adaptarnos a la maternidad de nuestras amigas y poner el tema tal cual sobre la mesa es complicado.
Llegamos a la conclusión que decirle a una amiga mamá que ya casi no nos vemos por ser mamá podía malinterpretarse y muchas veces no sabemos cómo apoyar a esas amigas que tampoco nos dicen qué necesitan.
No es que la maternidad de una amiga determine que una amistad se fracturará o distanciará, tengo otras amigas que hacen malabares para seguir al día y entre todas nos acoplamos para vernos y reírnos al recordar cuando su hijo le soltó una bomba de popó en la tina que le habíamos comprado entre todas para el babyshower.
Platicando con otra amiga que también es mamá desde hace años, me dijo que también había experimentado sentirse abandonada no solo por sus amigas, que previo al embarazo la asaltaban dudas sobre su función cómo mamá, que sentía pavor a fracasar y sentía que el distraerse o tratar de retomar sus hábitos de no mamá era imperdonable y seguramente mucha gente la criticaría si optaba por irse de fiesta sola con sus amigas y dejar a su chiquillo encargado con el esposo. Que eso la frenaba por momento a seguir de pie con la manada de amigas a la que perteneció infaltable por años en cada reunión.
Extraño a muchas amigas que se han convertido en mamás y sí, quizá pedirles que nos vean aunque sea un ratito a solas –sin niños y esposos de por medio- para reírnos de los mismos chistes bobos de siempre, es egoísta, pero de eso de trata la amistad, de seguir ahí, tratando de organizar reuniones que quizá nunca se den, y aunque no sepamos cómo calentar un biberón, tengan por seguro que hacemos todo por acompañarlas y ayudar cómo podamos a que su faceta cómo mamá sea la más bonita de todas.
Ilustración de Jaime Johnston.