La siguiente historia forma parte de la convocatoria #Sarao2020 convocada por Robsmx en alianza con Codise AC, Guadalajara Pride, Puro Mole y Rosa Distrito. El objetivo de la convocatoria es impulsar la escritura de historias LGBTIQ+ del país. Como resultado se creó un libro digital con 17 historias que puedes descargar gratuitamente en www.librosarao.com. Con el objetivo de seguir dando visibilidad a las historias que recibimos, las estaremos publicando semanalmente para que las puedan disfrutar tanto como nosotros. ¡Disfruta esta historia y compártela con el hashtag #Sarao2020!
Confesiones de un alma rota
Por Jaasiel Villa
Nunca me había puesto a pensar en lo que realmente significa vivir. Creo que nunca sabes que necesitas algo con demasiadas fuerzas, hasta que alguien te dice que “no puedes tenerlo”. Supongo que de todas las cosas que he hecho en mi vida. Escoger ser libre ha sido la mejor de todas. Me costó mucho, sí. Pero valió la pena cada paso que di, aún cuando lo diera solo.
Mi historia es como todas las demás, quisiera pensarlo así. Me crié en una familia muy religiosa, llena de muchos paradigmas y perspectivas que debía llenar a sus ojos. Ser cabeza de familia, bautizarme en mi religión, avanzar en mi espiritualidad y predicar el nombre de Dios por toda mi vida, a lado de una mujer.
Estaba claro que ninguna de esas cosas era para mí. Creo que siempre lo supe, solo que para el momento en que lo descubrí, no sabía cuánto iba a cambiar mi vida. En mi inocencia pensé, que era normal e igual que cualquiera de los demás niños. Pero esta idea era errónea y me costaría mucho el averiguarlo.
Crecí en un pueblo medianamente pequeño, rodeado de montones de familiares divididos tan solo por calles. Era mi propia cárcel, en donde pretendía ser siempre alguien que no era. Recuerdo estar en la mesa de mi casa donde toda mi familia se reunía. Había mucha gente, muchas risas, mucha alegría. Pero a pesar de estar rodeado de un mar de personas, me sentía completamente solo. Siempre fui un niño muy tímido y callado. De esos que preferían escuchar a decir algo, aquellos que miraban todo desde las sombras. Así era yo.
Me veía en el espejo y cada día me odiaba más a mí mismo. Nunca pude contarle a mi madre o a mi hermana lo que sentía, sabía que automáticamente sentiría el rechazo de su parte, entendía completamente que para ellas, Dios y la religión eran lo primero. En las noches cuando dormía, le rogaba a Dios que me perdonara, que me hiciera más hombre, más varonil. Que me hiciera desear tener a una mujer a mi lado. Pero nunca escucho mis plegarias. Durante muchos años pensé que nadie se daría cuenta. Pero tener aventuras con mis primos durante mi adolescencia, no había sido la mejor forma de ocultarlo. Con el tiempo me volví no solo mi burla personal, sino la de toda mi familia. Ocultando un secreto a voces: «es puto, es joto, es choto, es un maricón», eran algunas de las frases que susurraban cuando me veían. Me señalaban, me excluían y me hacían sentir menos.
Creo que el odio fue tan grande hacia mí mismo, que incluso yo estaba de acuerdo con que me llamaran así. Quizás lo merecía ¿no?
No puedo decir que tuve una maravillosa infancia, porque estaría mintiendo. La verdad es que fue horrible. La mitad del tiempo viví en una burbuja, mientras que en la otra mitad fui forzado a ver mi realidad con tan solo 7 años. Nunca perdonaré a mi familia por robarme mi inocencia y la oportunidad de crecer como cualquier otro. ¿Cuál era el problema si yo prefería jugar con muñecas en vez de carritos? O que prefería ver las películas de Barbie, que ver Dragon Ball.
Toda mi vida pretendí ser alguien que no era. Quise ser lo que mi familia siempre esperaba de mí. Pero no lo logré. Cuando me encontraba en mis 18 años, tuve el suficiente valor para aceptarme. Me tomó muchos años poder mirarme al espejo, asimilar quién era y amar lo que veía en él. Nunca tuve a quien admirar o aspirar a ser. Ni en la televisión, ni en mi familia. No hubo quien me diera un abrazo, una palmada, para decirme «que todo estaría bien», que era completamente normal mis sentimientos hacia las personas de mi mismo sexo. Que ser homosexual no significaba que iba a morir de SIDA o que por serlo jamás iba a poder tener una vida plena y feliz. Tuve que abrirme paso yo mismo, empujándome día a día a ser la mejor versión de mi mismo.
En junio del 2012 decidí finalmente cerrar y guardar todas esas ideas que mi familia tenía sobre lo que quería para mí. Porque yo también tenía derecho a decidir qué hacer con mi vida y estaba a punto de gritarlo a los cuatro vientos. Sin importar cuales fueran los resultados.
Durante ese punto de mi vida conocí a maravillosas personas, que más que compañeros de escuela, se volvieron mis confidentes, mi familia por elección. Ellos me enseñaron que no había nada malo conmigo, que si me gustaban los hombres estaba “bien”. Ellos me aceptaron y me quisieron, aún antes de que yo lo hiciera por completo conmigo mismo.
Decidí emprender mi camino, y como era de esperarse, para cerrar uno de los ciclos más importantes, debía salirme de mi religión. Un lugar en donde me sentía querido, pero al mismo tiempo repudiado por amar diferente. Irónicamente muchas personas de la congregación en donde estaba, siempre me veían como un modelo a seguir para los demás niños pequeños en mi religión, por ser alguien tan tranquilo y dedicado.
Un buen día me armé de valor para confrontar al pastor y decirle que ya no quería ser parte de su “congregación”. Claro que ellos querían saber mi razón, y después de un buen rato, decidí decirles que mis preferencias sexuales no iban de la mano con sus creencias. Nunca olvidaré la mirada del religioso, mientras me decía que era un enfermo. Al ser “menor de edad” debía tener a un adulto conmigo mientras hacía todo ese proceso.
Naturalmente era mi madre quien estaba a mi lado, observando al religioso de forma extrañada, mientras él le decía sus razones para que tuviera cuidado conmigo y con los niños pequeños, porque ser homosexual para él, “era como una adicción”. Por lo que, según él, “me iba a convertir en violador de niños”. Estaba tan furioso, por la forma tan estúpida y tonta a la que se refería a mí. Recuerdo haber pensado que, para ser el guía de la congregación, tenía una mente muy pequeña. Pero preferí callar; porque sabía que con el tiempo, con estudios y con trabajo verían a este homosexual «desviado», teniendo todo lo que siempre había deseado: una pareja, una casa, un perro, y una familia.
Ese mismo día me sinceré con mi madre y mi hermana. Ellas ansiaban tanto que en vez de aceptarme por lo que era, yo prefiriera aborrecerme y mejor volverme a Dios. Pero yo no di marcha atrás. Poco a poco fui diciéndole a las personas más cercanas a mi, el gran secreto que guardaba. Uno que ellos ya sabían, por supuesto.
Con el tiempo las cosas fueron mejorando. Me di cuenta que muchas veces vivimos cegados por tener la aprobación de los demás que olvidamos ser felices. No recordamos que venimos a esta vida para disfrutar y gozar la vida cada día. Y que lo más importante somos nosotros mismos.
Durante mi estancia en la universidad conocí a muchas personas que me ayudaron a reafirmar quien ya era. Me dieron la oportunidad de crecer como cualquier otra persona. Sin juzgar, ni hacerme menos. Para ese entonces y después de tantos años de tener una interminable pelea con el gran hombre de allá arriba, decidí hacer las paces con él. Entendí que Dios me amaba por quien era. Él me había hecho así y yo no podría haber querido ser de otra forma. Comencé a orar y agradecer por todo lo que había tenido en mi vida. Ya que bien o mal, me habían ayudado a forjar el hombre en que me estaba convirtiendo. A ser humilde y amable, para dar la mano a quien más lo necesitaba sin discriminar.
Comprendí que Dios y mi orientación sexual no tenían por qué ser enemigos. Era tan solo que crecí rodeado de personas que interpretaron esos textos bíblicos a la forma que más deseaban. Nunca me dijeron que Dios nos ama a todos, porque somos su creación.
Ahora a mi edad, veo a los que vienen tras de mí. Esos niños inseguros y sin autoestima que toda la vida los han hecho sentir menos por ser homosexuales. Me veo a mi en ellos. Pero ahora hay un cambio, porque no están solos. Estoy yo para darles la mano, abrazarlos y decirles que todo estará bien. Y por más difícil y oscuro que se vea el panorama, que sepan que un día tendrán todo lo que siempre han soñado. Al igual que yo lo tengo ahora.
No pierdo la esperanza de que un día, sí un pequeño desea jugar con una muñeca, no tenga alguien que se burle de él y destruya su confianza por querer jugar con ella. Sino que lo ayude a entender que lo que hace, está bien.